
Mario Vargas Llosa - Le Monde Festival, Opéra Garnier (c) Abel Dubus 2018
—¡Pero qué dice! ¡No! ¡Pobre Carlos Fuentes!
Eso fue lo que me manifestó Florence Olivier la mañana del 7 de octubre de 2010 cuando le anuncié que Vargas Llosa había ganado el Premio Nobel de Literatura. La recuerdo no solo como mi directora de tesis en la Sorbona, una mexicanista reputada de altísimas conclusiones y estudios, sino además como una mujer inteligente, mordaz y de risa escandalosa. Teníamos una relación de amor-odio: momentos de conversaciones amenas, algún café de por medio y muchos cigarrillos; y otros momentos donde ella se quejaba de mi displicencia y de mi acento francés delante de toda la clase, y donde yo me quejaba de su displicencia y de su curso delante de toda la clase también.
Aquella mañana fría del 7 de octubre de 2010, cinco minutos antes de que comience el Seminario de Literatura Mexicana Latinoamericana, hallé a Florence Olivier en el segundo piso de la Sorbona, saliendo de su oficina, en medio de los pasadizos atestados de libros, pasadizos históricos y sagrados de la universidad con olor a madera viejísima y tabaco, impolutos y muy iluminados. Ahí la encontré y le dije lo que dije. No sé qué debía esperar de ella. Era una mañana gris de invierno y nieve, y en días así no queda mucho por esperar, sobre todo para un estudiante extranjero sin beca alguna y que vive al límite en una chambre de bonne en el centro de París. Pero estaba contento y quería compartir con ella esa especie de momento único, el del Premio Nobel de Literatura a MVLL, un suceso que iba más allá del Perú, de América Latina y de la propia España. Un suceso que alcanzaba a toda la lengua castellana. Quizá la imaginé como aquellas pocas veces felices, como la gemela francesa de Anjelica Huston, como su gemela maligna tal vez, y que tras su elegancia, cabellos crespos y ojos acuosos soltase su risa escandalosa, una risa franca y feliz, una risa muy latinoamericana, por cierto. Pero nada de eso sucedió y el lamento de su respuesta me acompaña hasta hoy.
Mario Vargas Llosa ha muerto en Lima y sus restos han sido cremados. Venía pensando en él desde hace unos años, y con más fuerza en los últimos meses, donde se me dio por concebir el proyecto de releer La casa verde y así definir de una vez por todas cuál de sus cinco obras maestras era la mejor (La ciudad y los perros sigue siendo mi número uno), releer también sus novelas menores y leer los ensayos que nunca había leído. Nada de eso sucedió. Lo que sí sucedió fue la grata experiencia de lectura de Le dedico mi silencio, una historia simple, musical y nostálgica por lo peruana, y muy bien escrita. En el apartado de la última página, el escritor pone fin a su obra de ficción y anuncia su próximo y último libro, un ensayo sobre Sartre.
Decía que pensaba en Vargas Llosa desde hace unos años. Lo vi en la serie Netflix de Tamara Falcó, apareciendo con algunas frases lúcidas en medio de la consternación que provocaban las alocuciones de Isabel Preysler y su hija. Lo vi en Granada, en las palabras de su amigo, el crítico literario Ángel Esteban, quien me dijo apenado que el escritor peruano no soportaba más el asedio mediático de la prensa española y que dejaba la península. Lo vi en muchos bares de París, en mis conversaciones con Abel Dubus, miembro honorario de l’autre Amérique, acaso el mejor lector vargasllosiano que he encontrado en Francia. Lo vi en aquellas fotos finales, instalado y viviendo en Lima, junto a su familia, junto a Patricia, hijos y nietos. Lo vi en otras fotos visitando la ciudad y los lugares mágicos de sus novelas: el Colegio Militar Leoncio Prado, lo que fue el bar La Catedral, las calles de antiguos burdeles en La Victoria. Lo vi en Lima de vuelta, con la mirada desorbitada, infantil, demente, y supe por esas imágenes que no se iría más.
***
Vargas Llosa fue oficialmente captado por las altas esferas del Partido Popular (PP) a comienzos de los 90, cuando perdió la elección presidencial con Fujimori y decidió mudarse a vivir a España. En esos treinta años en Madrid adquirió la nacionalidad, ingresó como miembro en la Real Academia de la Lengua Española, fue nombrado marqués, dejó a Patricia y sostuvo una relación de siete años con Isabel Preysler. Hoy que escribo estas líneas, un día de junio de 2025, hago pausa y decido mirar en YouTube algo sobre él. Encuentro un video donde aparece junto a José María Aznar, es una fiesta, un coctel del PP, porque hay otros señorones, toreros, aristócratas, franquistas y más gente con aires de refinada. Veo otro video donde a través de la prensa peruana pide a los electores de la segunda vuelta presidencial de 2021 votar por Keiko Fujimori. Veo otro video donde pide a los chilenos votar por José Antonio Kast. Veo otro video, el definitivo, donde dice a los argentinos que Milei es la mejor opción.
***
Conocí a Vargas Llosa una noche de febrero de 2009 junto a mi amigo Aldo Incio en la librería Crisol de Miraflores, durante unas vacaciones en Lima. Me firmó un ejemplar de La ciudad y los perros, hablamos un poco de San Marcos y de París, le conté que era alumno de Stephane Michaud, el especialista en feminismo y en estudios de género. Su nombre es el único que aparece en la página de agradecimientos de El paraíso en la otra esquina.
—Stephane es un gran intelectual, un especialista en Flora Tristán —me dijo—. Dele mis saludos. Dígale que nos vemos en el coloquio de noviembre en Bordeaux.
Poco después, ya en París, un miércoles de marzo, Michaud concluía su seminario sobre psicoanálisis y poesía. Me acerqué a él a contarle lo sucedido semanas atrás en Lima.
—Oh, Mario, Mario. ¡Qué generoso! —expresó, con las palmas cruzadas sobre su pecho— ¿Pero usted no es brasileño? ¿Qué hacía en Perú?
—Soy peruano. El problema es mi acento. Madame Olivier me lo dice siempre.
—Oh, Florence, Florence.
Desde ese día, Michaud se refería a mí como El recomendado de Vargas Llosa. La primera vez que se le escuchó decir eso, la mitad de la clase me miró con curiosidad y la otra mitad se preguntaba entre sí: ¿Quién es Vargas Llosa? Michaud hablaba de Freud y de los poemarios que trabajamos durante ese semestre: Les planches courbes, de Yves Bonnefoy; y Fragment du cadastre, de Michel Deguy. Era el típico profesor universitario de poesía, sensible y comprometido: alguien que iba más allá de lo evidente. Todas las veces, al final de su parlamento, solicitaba nuestra opinión. Hablase quien hablase, Michaud terminaba siempre por pedir al recomendado de Vargas Llosa decir algo.
Todos me miraban sonriendo como lo que se suponía que era: el estudiante peruano-brasileño, el que escribe cuentos, el irremediable cronopio charlatán que se la pasa hablando con su cigarrito cojudo sobre el amor, la risa, César Moro, el Marqués de Sade y Leopold Von Sacher-Masoch.
Solo que aquellas veces todo fue distinto. Michaud hizo el cambio, así como mis compañeros de ese entonces. Entonces yo era el Poeta. Era Pichulita Cuéllar. Y también Lituma, Zavalita, Julia, Antônio Conselheiro, Urania. Y en ese momento, en todas aquellas veces, hablaba, hablé como nunca antes lo había hecho.
Francisco IZQUIERDO-QUEA
